Trieste
A primeros de 1981 vino a verme Valentín Zapatero, que entonces tenía veintiún años. Acababa de volver a Madrid desde Cambrils, donde había fundado la editorial Trieste con dos amigos suyos. Con ellos acababa de publicar un par de libros, uno de Giono y otro de Wim Wenders, y quería dar por cerrada aquella etapa. Poco después le ayudé a editar los poemas de Williams Carlos Williams, que por indicación mía había traducido Carmen Martín Gaite. Cuando me pidió de una manera formal que dirigiera la editorial, ya éramos amigos inseparables. Dejó en mis manos todo lo literario, elección de autores, prólogos y diseño de las colecciones, incluso el nombre de la primera de todas, Biblioteca de Autores Españoles, que algunos tomaron por una provocación, sobre todo al comprobar que junto a autores como Alberto Jiménez Fraud, la propia Martín Gaite o Ramón Gaya se publicaban los poemas de Sánchez Mazas o González Ruano. La imprenta siguió siendo la de Prudencio Ibáñez, a donde Valentín y yo acudimos durante años, a veces a diario. Pese a las dificultades del principio (las devoluciones menudearon en cuanto circuló la insidia de que éramos unos quintacolumnistas de la literatura, como menudearon también los “paseos” que se le dieron a la editorial en algunos libelos), Trieste se prestigió muy pronto como “editorial de culto”, por decirlo de una manera que me gusta poco, pero que se ha repetido mucho. Por lo demás, las reseñas elogiosas no se correspondieron nunca con las ventas ni pudimos jamás cobrar por nuestro trabajo, aunque logramos, eso sí, y no sé cómo, seguir editando libros, que era nuestra mayor ilusión. Todo fue bien hasta 1986. Valentín y yo nos separamos. Mientras estuvimos juntos salieron unos cincuenta libros. En solitario Valentín publicó diez más. Los detalles exactos de todo esto, tipográficos, literarios y personales, puede encontrarlos el curioso en un libro mío, Imprenta moderna. Si de pocas épocas de mi vida guardo mejor recuerdo que de la de Trieste, aún lo guardo mejor del reencuentro y de nuestra reconciliación unos meses antes de su muerte, en julio de 1990. El día que nos conocimos me había confesado, acaso porque lo veía aún muy lejano, que pensaba vivir de tal modo que muriese antes de los treinta. Tenía treinta y uno. Han pasado veintiuno. Pero cuando pienso en él, me parece tenerlo delante aún como el joven romántico que fue, inexorable y distinguido.