Libretas, agendas y diarios
Las libretas, de unas ciento ochenta páginas cada, tienen un formato muy práctico, en octavo, ideal para el bolsillo de una americana, y el hule las defiende del uso indiscriminado. Las hay misceláneas o monográficas, como las que dediqué a La noche de los Cuatro Caminos o esa otra en la que llevo los bocetos de las cubiertas de La Veleta, o la dedicada a las frases y dichos que voy recogiendo de Manuel Bonilla, de El Pago de San Clemente, la persona a quien yo haya oído un castellano más expresivo y poético a fuerza de concreto, y otras.
Los cuadernos en los que se escribe el Salón de pasos perdidos, son, por el contrario, cada cual de su padre y de su madre, como suele decirse. Los hay de todos los tamaños, mejores y peores, de papel bueno y malo, feos y bonitos, unos me los han regalado y otros los he comprado yo en cualquier parte, cuando he terminado uno y necesito otro, y en ellos las páginas no están cuadriculadas, sino que son siempre blancas, y también vienen conmigo a todas partes. Escribo en ellos a mano y a veces suelo dibujar algo, un paisaje, la vista que se ve desde la ventana, el interior o alguna viñeta para hacer las separaciones entre año y año.
Frente a la escritura en ordenador, que tiene desde su misma irrupción en la pantalla una apariencia tan definitiva y paradójicamente tan… muerta (por la perfección de sus letras y la limpieza de su página, sin tachones, sin borrones, sin suciedad, sin pliegues ni imperfecciones del papel, la máquina nos hace creer que al tiempo que escribimos, somos unos consumados cajistas), frente al ordenador, decía, estas libretas siguen teniendo su carácter de “borrador” y provisional, de algo que está reclamando la revisión, la reescritura, la versión definitiva, y para mí son algo vivo, incluso cuando después de pasar al ordenador su primera redacción, esta ha sido superada, transformada o incluso suprimida.